Desde que llegué a España, hace casi treinta años, siempre inicio mi visita al Museo del Prado como quien visita un templo, con una mezcla de reverencia y devoción. Pero en cuanto cruzo sus puertas de entrada y comienzo a deambular por sus inmensas salas me sacudo esas sensaciones de encima. Es como si los grandes maestros del museo me estuvieran dando permiso para disfrutar, para sentirme en mi casa y hacer mío cuanto mis ojos contemplan. Sobre todo Velázquez, que los supera a todos. Sus obras me abren ventanas y me permiten respirar mejor. En mis visitas al Prado he contemplado muchas veces Las Meninas para fijar en mi memoria personal tantas cosas que merece la pena retener de este retrato de mujeres que pintó Velázquez. Y lo he revisitado una y otra vez en mi propia obra, casi obsesivamente, en un itinerario que me ha llevado al retrato de mujeres que se expresan en el espacio de su propio cuerpo, sedente o en movimiento, pero siempre desde su verdad más íntima.